Niños con padres en la cárcel, invisibles para las autoridades
Las instituciones como la Secretaría de Educación Pública no cuentan con un programa de capacitación, atención o apoyo para profesores de niños con padres reclusos, enfrentan las consecuencias negativas como la ausencia escolar, violencia, ausentismo o retención de grado, con las clásicas sanciones como suspensión, expulsión, puntajes bajos en los exámenes y medidas de logro educativo, en el caso de las escuelas privadas.

En 2011, el Estado mexicano disminuyó de seis a tres años la edad en la que los hijos podían permanecer con sus madres en prisión, sin considerar que nuestro país no cuenta con políticas de crianza para los niños que no viven en centros penitenciarios con sus madres.
Por: Nora Villegas.
Ciudad de México.- Mi abue me levantó a las cinco de la mañana para hacerme dos trenzas muy apretadas, quería que duraran intactas en mi cabeza los tres días de campamento en La Marquesa a donde yo pasaría el fin de semana con mi grupo de Scouts. Mientras tiraba de los mechones de cabello y me torturaba con el cepillo de cerdas de alambre y el limón, mi abue contaba la historia más aterradora que a mis seis o siete años había escuchado, la historia de la mujer que entró a robar en la casa de un viejo actor, en la que ella trabajaba como sirvienta.
Con el tiempo olvidé el campamento y el lugar hermoso en donde, seguramente, pasé aquel fin de semana, lo que nunca pude olvidar, fue a los tres niños, hijos de la ladrona, que vivían enfrente de la casa de mi abue, huérfanos, sucios, desamparados, cargando con la pena de ver a todos los vecinos de la cuadra corriendo a comprar el periódico “chismoso” que pasaba pregonando con un micrófono la noticia del robo y gritaba el nombre de su madre.
La imagen de su mamá y dos cómplices, entre ellos su hermanastro, en la portada de aquel pasquín, sosteniendo una video casetera en las manos, rodeada de estéreos y joyas que pretendía robar de la casa del actor, taladra hasta hoy en día el recuerdo de la niñez de esos tres hermanos.
“¡Fíjate nada más! de por sí, esas pobres criaturas han vivido bien abandonadas, ahora imagínate sin su madre”, decía mi abuelita mientras daba vuelta y vuelta al cordón de mis trenzas. Yo me lo imaginé. Imaginé a la hermana más grande, de unos 11 años, haciendo de comer, llevando a sus dos hermanitos a la escuela, lavando la ropa, trabajando para conseguir dinero porque su padre era un vicioso que se quedaba dormido en cualquier banqueta de la colonia.
A esa edad no me alcanzaba la cabeza para imaginar qué iba a pasar con ellos, sin embargo, me angustiaba la respuesta. Cuando a uno de los padres se les priva de la libertad, los hijos quedan a la deriva, expuestos a que sea el Estado, el encargado de garantizar que los padres prisioneros sigan ejerciendo la responsabilidad parental aun en prisión, cuando el Estado no puede siquiera garantizar la vida y la seguridad de una persona en la cárcel.

De acuerdo con la Convención sobre los Derechos del Niño, proclamada por las Naciones Unidas, el Estado Mexicano debe “procurar los derechos de las niñas, niños y adolescentes, asegurar al niño la protección y el cuidado que sean necesarios para su bienestar, teniendo en cuenta los derechos y deberes de sus padres, tutores u otras personas responsables de él ante la ley y, con ese fin, tomarán todas las medidas legislativas y administrativas adecuadas”.
Durante años, el Estado México ha dado prioridad a los formatos de encarcelamiento y aislamiento en los que el contacto directo y apego afectivo de los padres con sus hijos se limita, en el mejor de los casos, a las visitas semanales, con el humillante protocolo de revisión de las cárceles, lo cual afecta severamente a su conducta y provoca sentimientos de tristeza y ansiedad, elevando las cifras de deserción escolar, bajo rendimiento, participación en actividades ilícitas y aislamiento social.
Cuando es la madre del menor la que es privada de la libertad, la situación es mucho más complicada que cuando se trata del padre, ya que aumenta la posibilidad de separación de los hermanos, vulneraciones de derechos, tales como el trabajo infantil, violencia intrafamiliar, involucramiento de las abuelas en la crianza y cuidado de los niños, entre otras cosas.
En este problema, México ha dado pasos hacia atrás, considerando que la tasa es de 204 personas presas por cada 100 mil habitantes, en 389 establecimientos, de los cuales 4.3 por ciento son menores de edad; en 2011, el estado mexicano disminuyó de seis a tres años la edad en la que los hijos podían permanecer con sus madres en prisión, sin considerar que nuestro país no cuenta con políticas de crianza para los niños que no viven en centros penitenciarios con sus madres.
En otros países la legislación permite implementar políticas de crianza y cuidado de los menores, hijos de prisioneras que van desde la implementación de casas de apoyo en las que las madres conviven con sus hijos en condiciones mejoradas, las cuales fomentan relaciones positivas, reciben cursos para padres, adaptadas con salas de juego y espacios adecuados para los hijos, hasta el aplazamiento de ejecución de la condena con la posibilidad de suspender la reclusión en función del interés de los niños.
Las instituciones como la Secretaría de Educación Pública no cuentan con un programa de capacitación, atención o apoyo para profesores de niños con padres reclusos, enfrentan las consecuencias negativas como la ausencia escolar, violencia, ausentismo o retención de grado, con las clásicas sanciones como suspensión, expulsión, puntajes bajos en los exámenes y medidas de logro educativo, en el caso de las escuelas privadas.
No hay voluntad del Estado mexicano para ayudar a este tipo de niños, niñas y adolescentes, no se copian de otros países e implementan programas de apoyo, atención y cuidado de estos niños, los come el sistema, la vergüenza y la pena de sobrevivir con un padre o madre en la cárcel, condenados muchas veces a repetir patrones de criminalidad y violencia en sus propias historias.