Así fue como Peña Nieto comenzó con la destrucción de México

Por ambición, a Peña Nieto y su estrecho círculo de colaboradores poco les importó pasar sobre la confianza que depositaron en ellos millones de mexicanos, incluidos los más pobres, los que —luego del fracaso de la oferta de cambio y la también lacerante corrupción padecidas durante las administraciones de los presidentes panistas Vicente Fox y Felipe Calderón— avalaron, esperanzadora o resignadamente, el retorno del PRI a la conducción del Estado.

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Por. J. Jesús Lemus

Sin importar el rumbo que la historia de México tome en los próximos años, un hecho quedará inalterable: el curso de la administración del presidente Enrique Peña Nieto siempre estará marcado por el sello de la corrupción.

Eso es inequívoco. La historia no tiene dos o más salidas: se lee sólo con la evidencia en la mano. Y en la evidencia del gobierno que administró al país entre diciembre de 2012 y noviembre de 2018 nada brilla más que el sello de los sobornos.

Ese sello no es fortuito ni meramente circunstancial; es el resultado de la suma de ambiciones personales de quien ascendió, por la vía del voto popular, a la Presidencia de la República y de algunos de sus principales colaboradores, quienes en conjunto vieron en la oportunidad del servicio público la posibilidad del enriquecimiento rápido y fácil, a costa de lo que fuera, incluso de la traición que con ello hicieron a la patria y al pueblo de México.

Por ambición, a Peña Nieto y su estrecho círculo de colaboradores poco les importó pasar sobre la confianza que depositaron en ellos millones de mexicanos, incluidos los más pobres, los que —luego del fracaso de la oferta de cambio y la también lacerante corrupción padecidas durante las administraciones de los presidentes panistas Vicente Fox y Felipe Calderón— avalaron, esperanzadora o resignadamente, el retorno del PRI a la conducción del Estado.

El 2 de julio de 2000, luego de una dictadura de partido, la del Revolucionario Institucional, que duró 70 años tras una sucesión ininterrumpida de 14 presidentes emanados de ese instituto político, el pueblo de México optó por el cambio de manera pacífica.

El electorado se volcó masivamente sobre las urnas para dar la oportunidad de gobierno al Partido Acción Nacional (PAN), que en la figura del candidato Vicente Fox Quesada ofertaba la esperanza de sepultar al caduco régimen priista ya señalado de corrupto.

Las esperanzas de cambio en el gobierno de Vicente Fox pronto se esfumaron. La figura simplona, disparatada y dicharachera del presidente Fox, sin un gramo de seriedad ni oficio de servicio por parte del desgobierno que encabezó, sumado a la corrupción, los sobornos, el poder tras la Presidencia y la invasora presencia de un clase empresarial haciéndose cargo de las directrices de gobierno para su propio beneficio, pronto desilusionaron al pueblo.

Aun así, estoico como es, el pueblo de México no perdió la confianza del cambio a través de las urnas. Otra vez, un 2 de julio pero de 2006, con la arraigada necesidad de remontar el abandono histórico del que ya ni siquiera se recordaba cuándo había comenzado, la mayoría de los mexicanos insistieron en el cambio de dirección en la conducción del Estado.

Se le dio masivamente el voto al candidato Andrés Manuel López Obrador, de la coalición de izquierda conformada por el Partido de la Revolución Democrática (PRD) y el Partido del Trabajo (PT).

La escueta diferencia de sólo 0.02 por ciento en la votación que daba la ventaja al candidato de izquierda fue el pretexto perverso para que la clase política de derecha —aliada con la empoderada clase empresarial— decidiera revertir la realidad y otorgara el triunfo al candidato del PAN, Felipe Calderón. A final de cuentas el panista no era la amenaza al statu quo que López Obrador ya representaba a los intereses nacidos del amasiato entre la iniciativa privada y la clase gobernante.

El triunfo robado

Así fue como, en un acuerdo entre las clases privilegiadas —la de los empresarios y la de los políticos de élite, que siempre han medrado con el poder público y sus arcas— decidieron ignorar la voluntad soberana del pueblo y operaron para fraguar el fraude: robaron la Presidencia de la República ganada legalmente por Andrés Manuel López Obrador para entregarla a Felipe Calderón, el único de los candidatos presidenciales que en ese momento garantizaba la continuidad del saqueo y los privilegios económicos de una minoría tan rampante como voraz.

En los conteos finales de la votación federal del 2 de julio de 2006, la ventaja de candidato Andrés Manuel López Obrador sobre su más cercano oponente, Felipe Calderón, fue revertida por instrucción presidencial.

Con el beneplácito de las clases privilegiadas, y a pesar del descontento social, al ultraderechista Felipe Calderón se le llevó inmoralmente a la Presidencia de la República. Fue un error que el pueblo de México literalmente terminaría pagando con sangre.

Con Felipe Calderón al frente del gobierno federal, el grueso de la población, la masa, el vulgo, como se ve a los mexicanos comunes desde lo alto de las élites, tuvo que soportar otros seis años no sólo de saqueos, robos y sobornos en toda la estructura de gobierno.

En carne propia el pueblo mexicano también padeció los estragos de otra modalidad de desgobierno: la de la perversa relación de socios entre autoridades y grupos delincuenciales.

Genaro García Luna fue el actor principal de esa colusión conocida, tolerada y apoyada por Felipe Calderón; se trató de una corrupción sin precedentes (1), de tal magnitud que en ese sexenio el país y su gente fueron gobernados por dos tipos de criminales:

los conocidos como delincuencia organizada, que operaron al amparo del poder en diversas empresas criminales —desde el robo y la extorsión hasta el secuestro y el tráfico de drogas—, y los otros, los de cuello blanco, que desde las cúpulas del gobierno o desde la iniciativa privada se dedicaron a sangrar literalmente a los mexicanos mediante la ejecución de políticas públicas de conveniencia.

Fue en ese momento de coyuntura, en que el hartazgo y cansancio de los mexicanos ya no soportaban una tercera administración panista, cuando otra vez las clases privilegiadas de empresarios y funcionarios de élite, temiendo por la pérdida de sus intereses creados, idearon con éxito un cambio lampedusiano: decidieron cambiar todo para que nada cambiara. Volvieron a acariciar la posibilidad de que el PRI regresara al gobierno.

El Retorno del PRI

La estrategia de los poderes fácticos fue simple: sólo era cuestión de buscar entre su clase a uno de sus iguales, empatado en intereses y ambiciones, para postularlo como oposición al PAN, que ya había manifestado su incapacidad para ser gobierno. Ningún otro partido, ningún otro candidato, que no fuera el PRI y en ese momento Enrique Peña Nieto, garantizaron de mejor manera el predominio del establishment que por décadas permitió a unos cuantos enriquecerse hasta el hartazgo de la noche a la mañana, y mantener a salvo sus privilegios de clase.

Así, los principales representantes y promotores del neoliberalismo se agruparon en torno a la figura de Enrique Peña Nieto, el ambicioso y maleable gobernador del Estado de México, para moldearlo como candidato presidencial.

Aun cuando en el fuero interno de Enrique Peña Nieto pudo haber bullido ya la avidez personal de un mayor poder político y económico, este sentimiento también pudo haber sido nutrido por la inflada aclamación de los poderes fácticos de la que fue objeto.

Todavía queda en tela de juicio si Enrique Peña Nieto fue sobrevalorado o subestimado por aquellos que vieron en su persona la oportunidad de manipular la figura presidencial para dar continuidad a un proyecto de conservación de privilegios de clase, pero, a la luz de la relación que mantuvo con los poderes que lo llevaron a la Presidencia de la República, lo inequívoco es que no se equivocaron: Enrique Peña Nieto cumplió fielmente con el objetivo no sólo de salvar sino de compensar sus intereses económicos.

Tal como se refiere a lo largo de esta investigación, siempre con elementos de prueba testimoniales y/o documentales, Enrique Peña Nieto y el desastre administrativo federal que encabezó —plasmado en la constante de saqueos y corrupción sobre las arcas de la hacienda pública y la entrega a manos de particulares de los recursos naturales propiedad de la nación— no fueron producto de la casualidad, sino más bien un efecto de la causalidad.

La suma de pandillas

El ascenso de Peña Nieto al poder y la vorágine de corrupción que de ello se derivó, si bien es esta responsabilidad directa del propio ex presidente y de un reducido grupo de sus colaboradores, no deslindan moralmente a aquellos que, por intereses personales o de grupo, lo colocaron en esa ruta; entre ellos se encuentran algunos integrantes de los grupos políticos autorreconocidos como “Atlacomulco” e “Hidalgo” y casi medio centenar de hombres de negocios, dueños o ligados a una treintena de empresas trasnacionales, las más importantes de México.

El Grupo Atlacomulco, alienado históricamente con los intereses del sector empresarial más importante del país, fue el que diseñó la estrategia política y mediática para encumbrar a Peña Nieto. El plan corrió a cargo de Arturo Montiel Rojas, Ignacio Pichardo Pagaza y Emilio Chuayffet Chemor. También colaboraron en la construcción de aquel proyecto político otros miembros de este grupo de arraigada tradición en la vida política de México, entre ellos los hermanos Jorge y Carlos Hank Rhon, Luis Videgaray Caso, Luis Miranda Nava, Enrique Martínez y Martínez y David López Gutiérrez.

Por su parte, el Grupo Hidalgo, liderado por Miguel Ángel Osorio Chong y Jesús Murillo Karam, con algunos de sus miembros más distinguidos, como Nuvia Mayorga Delgado, David Penchyna Grub, Omar Fayad Meneses, Carolina Viggiano Austria, Cuauhtémoc Ochoa Fernández y Eugenio Ímaz Gispert, los que vieron la oportunidad de control del poder político nacional, también se alineó al proyecto de retorno del PRI a la conducción del Estado, encarnado en la figura de Enrique Peña Nieto.

La amalgama del Grupo Hidalgo con el Grupo Atlacomulco, que tuvo como centro de gravedad la figura del entonces gobernador del Estado de México, no fue —insisto— circunstancial. Aparte de los orígenes priistas de estos actores políticos, también los unió el interés común que ambos grupos ya mantenían con el sector empresarial más influyente del país, el mismo que años antes había optado por el fraude electoral con el que pudieron conservar sus privilegios económicos.

Así, el proyecto político de los grupos Hidalgo y Atlacomulco embonó a la perfección en las ambiciones del grupo empresarial nacional, que, nacido y fortalecido al amparo del poder, buscó a toda costa permanecer bajo el cobijo del mismo, aprovechando el desencanto que las administraciones panistas habían sembrado en el ánimo de los mexicanos, no así en los intereses económicos y de poder de la alta iniciativa privada que —durante los gobiernos de Fox y Calderón— se vieron ampliamente satisfechos.

La clase pudiente, del lado del PRI

En ese entorno, la clase empresarial de México actuó a través de 40 de sus principales representes, todos hombres exitosos en los negocios, los que subsecuentemente en los últimos 20 años han aparecido en más de una ocasión en sendos reportajes o en las selectas listas de los más acaudalados del mundo, tan dadas a promocionar por parte de algunos medios informativos de élite; ellos fueron los que verdaderamente hicieron posible la idea del proyecto Peña Nieto y el arribo de este a la Presidencia de la República.

Entre los hombres que idearon, acariciaron y empujaron la decisión del retorno del PRI a la conducción del Estado, luego de dos sexenios de receso, destacan Lorenzo Zambrano Treviño —fallecido en 2014— y Rogelio Zambrano Lozano, de Cemex; José Calderón Rojas, de FEMSA, Coca-Cola, Oxxo y Grupo Alfa; Germán Larrea Mota Velasco, del Grupo México; Daniel Servitje Montull, del Grupo Bimbo, además de Armando Garza Sada, Adrián Sada González, Enrique Castillo Sánchez Mejorada, Claudio X. González Laporte, Federico Toussaint Elosúa, David Martínez Guzmán, Francisco Javier Fernández-Carbajal, Guillermo Vogel Hinojosa y Álvaro Fernández Garza, del Grupo Alfa.

El Grupo Alfa es sin lugar a dudas el conjunto empresarial más poderoso de México. La suma de las fortunas de los hombres que integran el Consejo de Administración de este consorcio, atribuidas públicamente por medios de élite social como la revista Forbes, refieren que podrían ser mayores a las reservas de moneda que tienen los bancos nacionales de cualquier país en vías de desarrollo de América Latina o África.

Por ejemplo, la fortuna de José Calderón Rojas, que también es presidente del Consejo de Administración y director general ejecutivo de Franca Industrias, S.A. de C.V., está valuada sobre los mil 800 millones de dólares, cifra mayor a las reservas de moneda que tienen Nicaragua, Jamaica o Haití. Armando Garza Sada, quien, además de ser presidente del Consejo de Administración de Alfa, S.A.B. de C.V., es presidente de los Consejos de Alpek y Nemak y miembro de los Consejos de Axtel, BBVA México, Cemex y Grupo Lamosa, posee una fortuna de más de mil millones de dólares, cantidad superior a las reservas que mantienen países africanos como Chad, Lesoto o Ruanda.

En la misma condición se encuentran los otros empresarios ligados al Grupo Alfa, cuyas fortunas personales o familiares son lo suficientemente abultadas como para sostener la economía de algunos de los muchos países tropicales. Pero esa no es la cuestión… El punto de inflexión es el método del que se valieron los dueños de estas fortunas no sólo para preservar su dinero legalmente habido, sino para incrementarlo a través de la manipulación de la figura presidencial mexicana, de la que se convirtieron en el poder tras el trono.

Los empresarios del Grupo Alfa, y otros que vieron en el ascenso presidencial de Enrique Peña Nieto la posibilidad de un negocio, le apostaron al proyecto político a sabiendas de un rédito económico. La ley del costo-beneficio fue aplicada en su máxima expresión; en nada se comparaba la inversión económica a realizar en dicho proyecto frente a las oportunidades de inversión avizoradas en un plan de modificaciones a la ley, mediante las cuales —de manera legal pero también inmoral— se les garantizaba el acceso a los bienes más preciados del país: sus recursos naturales.

Ese fue el objetivo del sector empresarial: apropiarse plenamente del agua y el suelo con todos sus recursos mineros y petroleros del país, una parte de los cuales ya se había conseguido en las dos administraciones anteriores, las de los panistas Vicente Fox y Felipe Calderón. El otro efecto, posiblemente no calculado en el plan inicial, el de la boyante corrupción de la clase política manifiesta a través de la proliferación de sobornos y saqueos del erario nacional, sólo fue eso: un efecto colateral que ya no estaba en manos del sector empresarial y que únicamente es atribuible a la condición personal de cada uno de los funcionarios de la cúpula de gobierno que manosearon el erario.

Posiblemente bajo esa óptica fue que también, en torno al proyecto Peña Nieto, cerraron filas otros empresarios, como Antonio del Valle Ruiz, de Mexichem; Juan Antonio González Moreno y Carlos Hank González, del Grupo Maseca, y el segundo también propietario del Grupo Financiero Banorte; Rufino Vigil González, de Industrias CH, y Federico Terrazas Becerra, del Grupo Cementos Chihuahua, quienes ya conocían los beneficios económicos que deja la promoción de un proyecto político de esa naturaleza.

Del Valle Ruiz, González Moreno, Hank González, Vigil González y Terrazas Becerra ya tenían experiencia en respaldar proyectos políticos como el que se les presentó con Enrique Peña Nieto: en 2000 fueron parte del grupo de empresarios que favoreció la candidatura de Vicente Fox y lo volvieron a hacer con Felipe Calderón en 2006, al apoyar el fraude electoral. De manera lógica, sus negocios, muchos de ellos hechos al amparo del poder con las administraciones federales de esos sexenios, redituaron en un crecimiento sustancial de sus fortunas.

Sólo de 2000 a 2012, en 12 años de una relación cordial con las administraciones federales de Fox y Calderón, las firmas Mexichem, Grupo Maseca, Grupo Financiero Banorte, Industrias CH y Grupo Cementos Chihuahua incrementaron el monto de sus activos entre 7 y 11 por ciento en promedio, según reflejan las versiones públicas de los estados financieros de esos consorcios. Por eso, con Peña Nieto no podría ser distinto el resultado de una operación política ensayada al menos dos veces antes.

Otros empresarios que se sumaron al proyecto priista para suplantar al PAN en la dirección del Estado, a través del carismático gobernador del Estado de México, fueron Jorge Humberto Santos Reyna, del Grupo Arca Continental; Manuel Saba Ades, de Casa Saba; Federico Senderos Mestre, del Grupo KUO; Eugenio Garza Herrera, de Xignux; Ricardo Salinas Pliego, del Grupo Elektra; Adrián Sada Cuevas, del Grupo Vitro, y Alonso Ancira Elizondo, propietario de Altos Hornos de México, quienes también ya sabían lo que era estar del lado del poder político, como premisa para los buenos negocios.

En el selecto grupo de hombres de negocio que optaron por financiar el proyecto presidencial de Enrique Peña Nieto, a la espera de mantener sus privilegios logrados desde el poder, se incluyeron asimismo Emilio Azcárraga Jean, de Televisa; Luis Orvañanos Lascurain, del Grupo GEO; Eustaquio de Nicolás, de Desarrollos Homex, y Moisés El-Mann Arazi, de Fibra Uno.

A ellos se sumaron, como Hombres de Estado, Alfredo Harp Helú y Roberto Hernández Ramírez, del Grupo Financiero Banamex; Alberto Baillères González, de Industrias Peñoles; Juan Ignacio Gallardo Thurlow, de Cultiba (PepsiCo); Enrique Robinson Bours, fallecido en 2020, del Grupo Bachoco; Pablo González Díez y María Asunción Aramburuzabala Larregui, del Grupo Modelo; Héctor Hernández-Pons, del Grupo Herdez, y Ricardo Martín Bringas, de Soriana.

El principal objetivo: los recursos naturales

La incidencia de la clase empresarial en el proyecto político de los grupos Atlacomulco e Hidalgo —hoy se ve a la luz de los hechos— nunca estuvo revestida con el mínimo interés de beneficio a la nación, todo apunta a que fue la ambición económica de los hombres más acaudalados y de aquellos con mayor poder político lo que movió a maquinar el más grande proyecto de saqueo y despojo de la riqueza nacional del que se tenga memoria en la historia en México.

Hasta ahora, en mayo de 2021, los medios sumisos de comunicación, los que no tuvieron el valor ni la calidad moral para denunciar a tiempo las corruptelas del gobierno federal, han referido a tiempo pasado solamente el saqueo de las arcas nacionales como el principal agravio hecho a los mexicanos por la administración de Peña Nieto.

Poco o casi nada han dicho del otro robo a la nación, el que tiene que ver con el arrebato del territorio y sus recursos naturales, que fue el primer objetivo de quienes idearon a Peña Nieto en la Presidencia de la República.

Si bien es cierto que el robo de dinero de la hacienda pública durante el gobierno de Peña Nieto ha sido ominoso, es más abominable el despojo de recursos naturales que se le ha hecho a la nación; por lo que hace al robo del dinero, si es que quisiera aplicarse la justicia, este puede restituirse a través de la incautación de las propiedades y cuentas bancarias de quienes desfalcaron a la nación; pero en términos de reposición de los recursos naturales extraídos, hasta por semántica es imposible su restitución.

A manos llenas, el reducido grupo de hombres y mujeres de confianza de Peña Nieto sustrajeron no sólo los dineros del erario, sino que entregaron a particulares nacionales y extranjeros la riqueza de los recursos naturales del territorio mexicano. El saqueo fue despiadado.

En aras de un mal entendido desarrollo económico, pero sobre todo bajo la visión de hacer negocios particulares a costa de los bienes de la nación, durante el gobierno referido se enajenaron las propiedades del país: en nada más seis años, la riqueza minera fue entregada en su totalidad a la iniciativa privada, el petróleo se puso en oferta al mejor postor, el agua comenzó a privatizarse, los bosques comenzaron a tener dueño y las playas —en un ensayo que hoy se encuentra en receso— comenzaron a dejar de ser públicas.

Este arrebato de recursos —el cual alcanzó su cúspide entre 2012 y 2018—, que en su mayoría se encuentran hoy depositados en manos de unos cuantos particulares, principalmente aquellos que financiaron y respaldaron políticamente el ascenso presidencial de Enrique Peña Nieto, fue posible por la modificación de la Constitución Política del país, con lo que se dejó sin efecto el principio consagrado en el artículo 27, que establece que “la propiedad de las tierras y aguas comprendidas dentro de los límites del territorio nacional corresponde originariamente a la Nación…”.

De las 16 reformas que se le han hecho a este artículo constitucional, desde su origen en 1917 hasta el día de hoy (mayo de 2021), son las que hizo el presidente Enrique Peña Nieto, el 11 de junio y el 20 de diciembre de 2013, las que justifican el principio de la privatización de la riqueza propiedad de los mexicanos, al establecer legalmente la facultad de la nación para trasmitir el dominio de la tierra y el agua a los particulares, con el argumento de la constitución de la propiedad privada.

La entrega del territorio

A causa de esta modificación a la Constitución Política del país, durante el gobierno de Enrique Peña Nieto México el territorio nacional empezó a ser cada vez menos de los mexicanos para volverse propiedad de unos cuantos entes, muchos de ellos sin nombre ni apellido, apenas identificados por acrónimos y, en el mejor de los casos, por una fría una razón social.

La conversión que hizo el presidente Enrique Peña Nieto del México de Todos al México, S.A. de C.V. fue producto de la corrupción. Hoy las evidencias señalan que, pese a la obligación natural del Estado, la corrupción durante el gobierno pasado no sólo no se combatió, sin que fue más bien alentada de manera institucional, esto a través de una serie de reformas a la ley que garantizaron el predominio de unos cuantos sobre los recursos financieros y naturales del país, ocasionando el más grande quebranto a la nación del que se tenga registro en la historia del país.

Ni en los capítulos más oscuros de la historia de México —como cuando el general Antonio López de Santa Anna estuvo al frente del país (1833, 1834-1835, 1839, 1841-1842, 1843, 1844 y 1847), por ejemplo— fue tan grande el arrebato de recursos financieros y la entrega del territorio a extranjeros como se hizo durante la administración del presidente Peña Nieto, con el caso de la entrega de bienes nacionales a empresas trasnacionales, principalmente de capital extranjero.

Durante ese gobierno priista, como si la riqueza nacional fuera propiedad de la clase gobernante y como si no existieran mecanismos de rendición de cuentas a la sociedad, se desviaron a manos de particulares más de 100 mil millones de pesos del erario y casi una tercera parte de suelo mexicano —con todos sus recursos, incluidos agua, minerales, petróleo, gas, playas o bosques— fue arrebatada a los pueblos originarios y entregada a la iniciativa privada.

No sobra decir que el saqueo de los recursos naturales, por hablar sólo de los yacimientos de metales preciosos e industriales, sin considerar la corrupción y los sobornos o la entrega de los yacimientos de hidrocarburos o de agua, que prevaleció durante los seis años de gobierno del presidente Enrique Peña Nieto únicamente se compara con la etapa de despojo que México padeció entre 1521 y 1821, durante los 300 años de la colonización española.

Durante el periodo histórico de la Colonia, la Corona española se apropió de 112 reales mineros que explotó desde 1532 (fecha en que se descubrieron las primeras minas en la Nueva España, según refiere la investigadora Aurea Commons, del Instituto de Geografía de la UNAM, en su estudio “La minería en Nueva España en el siglo XVIII”) y que se dejaron a la soberanía nacional hasta la declaratoria del México independiente, en 1821. “Al finalizar la época colonial”, señala, “había unas tres mil minas en explotación en todo el territorio de la Nueva España, 37 diputaciones y 11 cajas reales que recababan anualmente alrededor de 24 millones [de pesos] y que daban empleo a más de dieciséis mil trabajadores que desempeñaban los diferentes trabajos de las minas”.

Pero esto es nada comparado con las vetas de minerales y metales preciosos o industriales que entregó el gobierno de Enrique peña Nieto a empresas trasnacionales, muchas de ellas asociadas con algunos de los consorcios propiedad de los empresarios que empujaron su proyecto presidencial y apoyaron su campaña.

Durante el sexenio de Enrique Peña Nieto, la Dirección General de Minas (DGM), a cargo de la Secretaría de Economía (SE), hizo entrega de 8 mil 410 permisos para la explotación minera trasnacional, casi tres veces la cantidad de minas de las que se apropió el reino de España durante la colonización. Por estas concesiones mineras, por el derecho a la explotación del subsuelo, las trasnacionales sólo pagaron 38 millones de pesos anuales a la hacienda nacional, pese a que los beneficios devengados por la extracción de minerales y metales de todo tipo redituaron más de 15 mil millones de pesos al año.

El saqueo del que México fue objeto —durante el periodo de diciembre de 2012 a noviembre de 2018— se planeó, se diseñó milimétricamente aun antes del ascenso de Peña Nieto como presidente. El bosquejo del robo y despojo se ensayó en el Estado de México, donde Peña Nieto, primero como diputado coordinador de la Fracción Parlamentaria del PRI y presidente de la Junta de Coordinación Política del Congreso local, y después como gobernador, diseñó una serie de leyes que dieron paso a la política entreguista de los bienes de esa entidad a favor de unos cuantos particulares.

Por eso, puede asumirse, la clase empresarial puso los ojos en él como candidato viable, más que a la Presidencia, a la manipulación. Fue encumbrado en el poder para alcanzar así el objetivo de apropiación total de los recursos naturales del país, sin importar que en ello se terminara por hacer de la riqueza nacional un bodrio de corrupción y desgobierno.

A fin de alcanzar el propósito del arrebato de los bienes nacionales y de la continuidad del control político de la nación, los promotores de la candidatura de Peña Nieto, integrados en los grupos políticos Atlacomulco e Hidalgo y la clase empresarial referida, le confeccionaron una vida íntima para hacerla pública y un ideario político igualmente íntimo para transformarlo en un hombre público, que sedujera a los votantes.

Las piezas del ajedrez

Para el pueblo inconforme con el desempeño de las dos administraciones panistas, el discurso del candidato presidencial Peña Nieto resultó convincente. Supo hacer lo que mejor hace: mentir. Se aprovechó del resentimiento social propiciado por la ineptitud del gobierno de ocurrencias de Vicente Fox, y del desaliento sembrado por la corrupción y la alianza con los cárteles de las drogas del gobierno de Felipe Calderón.

El decálogo de la campaña presidencial se centró en incrementar tres veces la inversión en ciencia y tecnología, crear un sistema de seguridad social universal, impulsar un modelo de libre mercado con propósito social, reajustar la estrategia de seguridad, erradicar la pobreza alimentaria, bajar el precio a combustibles, dotar de pensión universal a los adultos mayores, modernizar Pemex, incrementar los apoyos al campo y, a manera de “joya de la Corona”, impulsar una serie de reformas estructurales.

Lo que Peña Nieto nunca dijo, como aspirante a la Presidencia de la República, fue que cada uno de esos diez ejes de políticas públicas se concibió en aras del enriquecimiento ilícito de unos cuantos. Que cada uno de esos programas de gobierno estaba intrínsecamente alejado del bien común. Que nada más eran el objeto del engaño. Y que sólo eran parte de una jugada maestra para saquear al país como nunca antes nadie lo había hecho, ni siquiera imaginado.

Como si se tratara de un juego de ajedrez aun antes de asumir la Presidencia, Peña Nieto estableció su estrategia para llevar a cabo su cometido: se alió con los grandes capitales corporativos trasnacionales y nacionales que ambicionaban la riqueza nacional, y puso en marcha el engaño de las 11 reformas estructurales, con las cuales —según él— pretendió modernizar el Estado mexicano.

Siguiendo la analogía del juego de ajedrez, una vez que asumió el poder, teniendo como tablero el organigrama de la administración federal, y como piezas de su juego a los 15 funcionarios, entre ellos una mujer, que formaban el estrecho círculo de sus confianzas, Peña Nieto asignó funciones y roles para implementar su estratagema. Recurrió al juego de las lealtades, que tanto resultado le dio cuando se ensayó como gobernante en su natal Estado de México.

Cual rey blanco en una partida de ajedrez, Enrique Peña Nieto colocó a su izquierda, en el escaque de dama, a Luis Videgaray Caso, el hombre de su mayor confianza, quien lo había acompañado como secretario de Finanzas en la administración del Estado de México; a su derecha, en la casilla del alfil blanco, fue asignado Miguel Ángel Osorio Chong; y, en la casilla del alfil negro, colocó como pieza importante del juego a otro de sus grandes amigos, el general Salvador Cienfuegos Zepeda.

En esa hipotética configuración del tablero de ajedrez, donde la apuesta pareció ser siempre no sólo el control del país, como si se tratara de un reino, sino el reparto total de la riqueza nacional, en la línea del rey estuvieron Aurelio Nuño Mayer, Rosario Robles Berlanga, Emilio Lozoya Austin y Humberto Castillejos Cervantes. Al frente, como primera línea de defensa y ataque se posicionó a Jesús Murillo Karam, Enrique Ochoa Reza, Francisco Soberón Sanz, Gerardo Ruiz Esparza, Eduardo Sánchez Hernández, José Antonio Meade Kuribreña, Luis Miranda Nava y Alfredo Castillo Cervantes.

Sin duda, Enrique Peña Nieto comenzó la partida de ajedrez a la ofensiva: anunció la modernización del país y el combate al rezago social a través de una serie de movimientos políticos en los que se desplazó con soltura, protegido por las operaciones políticas a los costados de Luis Videgaray Caso, en lo financiero, y Miguel Ángel Osorio Chong, en lo político. El general Salvador Cienfuegos, siendo pieza clave en la misma línea del rey, también le brindó cobijo mientras capturaba algunas piezas de la delincuencia organizada.

Ni en el peor de los escenarios se vislumbró la posibilidad de un jaque al rey. Todo parecía estar minuciosamente cuidado para evitar sobresaltos a futuro. Durante la gestión de Peña Nieto nadie, desde el interior de su círculo de confianza, avizoró la posibilidad de la rendición de cuentas más allá del estéril sentimiento social de la indignación, que nunca había causado un estado legal. Ni siquiera el cambio de partido al frente del país podría suponer un reclamo de explicaciones ante la justicia. A final de cuentas, esa era la tradición del sistema político mexicano.

Sin embargo, tras una conjunción de circunstancias tanto en el ámbito de la política nacional como en el entorno internacional, principalmente de Estados Unidos, el futuro legal de Enrique Peña Nieto y de algunos de sus principales colaboradores no se observa intocable… Hoy el rey está en jaque. Se encuentra acorralado por la justicia y el clamor popular de ser llevado a juicio. Su línea de defensa se ve menguada.

Enrique Peña Nieto podría ser el primer ex presidente de México que se siente en el banquillo de los acusados a causa de sus actos de desgobierno, que propiciaron una corrupción extrema y el desmantelamiento de la nación.

La justicia ya comenzó a andar; algunos de los principales colaboradores del ex presidente Peña hoy se encuentran bajo la lupa de la Fiscalía General de la República (FGR): Rosario Robles Berlanga, ex titular de las secretarías de Desarrollo Social (Sedesol) y de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano (Sedatu), así como Emilio Lozoya Austin, ex director de Pemex, ya están sometidos a procesos penales por diversos ilícitos que confluyen en la corrupción.

Rosario Robles ya no se encuentra en prisión, ya no está a la espera de una sentencia por el delito de peculado, mientras que Emilio Lozoya se halla en libertad bajo reservas de ley, también a la espera del desarrollo de las investigaciones que lo refieren como autor de una red de sobornos entre empresarios y legisladores.

Por su parte, el general Salvador Cienfuegos Zepeda,quien fuera el secretario de la Defensa Nacional de Peña, fue absuelto por la FGR, pero en Estados Unidos aún siguen las investigaciones por su probable relación con miembros de un brazo del cártel de las drogas de los Hermanos Beltrán Leyva, que podrían terminar en una nueva acusación ante la justicia de ese país.

Otros, como Jesús Murillo (ya procesado), Enrique Ochoa, José Antonio Meade, Luis Miranda, Alfredo Castillo, Luis Videgaray y Humberto Castillejos se mantienen como blancos de investigación por parte de la FGR, donde diversas indagaciones los relacionan con ilícitos referentes al manejo desaseado de los recursos públicos que administraron mientras estuvieron al frente de sus encargos de gobierno. Miguel Ángel Osorio, tan sólo, está relacionado en por lo menos tres investigaciones federales por su probable participación en hechos delictivos con presuntos miembros de diversas agrupaciones criminales.

Hasta hoy el ex presidente Enrique Peña Nieto no ha sido tocado por la justicia. La FGR, a pesar de contar con elementos sobrados para iniciarle una carpeta de investigación, mantiene la reserva. Pero esto podría cambiar. La iniciativa del presidente Andrés Manuel López Obrador de convocar a una consulta nacional a la población para preguntar si los ex presidentes deben o no ser llevados a juicio podría cambiarle la suerte.

A mente criminal

Enrique Peña Nieto es un hombre impulsivo, ambicioso, inclinado desde niño a la corrupción y a la mentira. Inteligente. Nada que ver con la figura pública que nos pintaron los medios de comunicación y las redes sociales sobre la personalidad boba y torpe del presidente. Esa fue nada más una de sus múltiples facetas de las que se ha valido a lo largo de su vida pública y privada para alcanzar sus objetivos, los que siempre giran en torno a lo material.

Y puede, porque nada es imposible, que esa misma personalidad del ex presidente Peña sea la que lo libre del embrollo en el que ahora se encuentra. Tiene la posibilidad de negociar, negar sus actos, deslindarse de responsabilidades y hasta sacrificar a sus principales colaboradores como los principales culpables del desaseo administrativo que se vivió durante su administración. Sin embargo, lo que no puede es negar que la corrupción fue el signo distintivo de su gestión, que terminó en un caso financiero aún mayor que el de la cuestionada administración de su antecesor, Felipe Calderón.

Más allá del destino jurídico que le depare la suerte a Peña Nieto, no hay duda de que en México, durante su gobierno, imperó como nunca la corrupción. Este imperio va más allá de ser una percepción generalizada de la sociedad: los datos fríos y tangibles lo constatan. La corrupción en el gobierno pasado fue la manera cotidiana —casi formal— de relación entre gobernantes y gobernados. Esta corrupción fue tal, que posibilitó que unos cuantos, desde el poder y a costa de la riqueza nacional, amasaran millonarias fortunas, mientras a nivel de calle la gente común empobreció lastimosamente.

La entrega del país que hizo Peña Nieto, ya considerada como el mayor arrebato a la soberanía nacional que se haya hecho hasta hoy, fue posible gracias a las 11 reformas de Estado que modificaron las leyes en materia laboral, de competencia económica, de telecomunicaciones, de servicios financieros, hacendarios, político-electoral, educativa, de seguridad social, energética, de transparencia y del Código Nacional de Procedimientos Penales.

Las reformas, que se aprobaron en los primeros 20 meses de esa administración, aun durante la transición de gobierno, condujeron a que en nuestro país se asentara formal y legalmente la corrupción institucional, a la que se sumó la corrupción extraoficial que ya se venía arrastrando, como fenómeno social generalizado, de las dos administraciones inmediatas anteriores.

Si bien es cierto que el saqueo de dinero del erario en los tres órdenes de gobierno fue producto de una corrupción extraoficial, también lo es que esa práctica fue no sólo tolerada sino alentada por el gobierno federal, pues la modificación a la Ley de Transparencia suprimió mecanismos de vigilancia ciudadana —tan necesarios en una sociedad democrática—, lo cual impidió garantizar la rectitud de los funcionarios en turno y, consecuentemente, el buen destino de los fondos oficiales.

La corrupción admitida desde la primera magistratura del país, en el gobierno de Peña Nieto, hoy puede observarse en el procesamiento penal de por lo menos 356 alcaldes, 21 gobernadores, una diputada local y un diputado federal, además de media docena de jueces y siete funcionarios federales de primer nivel, que ahora enfrentan cargos o se encuentran encarcelados por la comisión de delitos vinculados al desvío de dinero oficial, incluso, en algunos casos, por su relación con el crimen organizado.

En este tenor, en el de la relación de funcionarios federales con miembros del crimen organizado como efecto de la corrupción reinante en el sexenio pasado, destaca el mencionado caso del general Salvador Cienfuegos Zepeda, ex titular de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), quien en México ha sido exonerado, pero cuyo asunto sigue vivo en Estados Unidos. El general todavía es objeto de pesquisas por parte de la justicia estadounidense, pues, de acuerdo con fuentes de la Administración de Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés), aún no se cierra la investigación en que la misma DEA lo ubicó como socio de la sección comandada por el narcotraficante Francisco Patrón Sánchez, el H2, líder cupular del Cártel de los Hermanos Beltrán Leyva.

El general Cienfuegos, quien es a Enrique Peña Nieto lo que Genaro García Luna es a Felipe Calderón, representa la más clara evidencia de cómo la clase gobernante no se limitó al saqueo de recursos naturales y del erario, sino que optó por otros modelos de enriquecimiento, como el de la protección a diversos grupos del narcotráfico, para lograr utilidades económicas personales, aprovechando el caos institucional.

¿Hasta dónde supo el presidente Enrique Peña Nieto sobre la corrupción que inundó su administración? ¿Fue él el ideólogo de las reformas de Estado que terminaron por entregar la riqueza del país a particulares? ¿Fue Peña Nieto manipulado o malinformado durante su gestión? ¿Hubo premeditación en la entrega del país o sólo fue producto de su torpeza? ¿Realmente es Enrique Peña Nieto el personaje inculto e ignorante que nos dibujaron algunos medios de comunicación? ¿Es en realidad un traidor a la patria? Las respuestas a estas interrogantes nos las está dando la realidad.

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