Esto que quema

Por Luis Ferrer
Hay días en que el periodismo apesta. Igual que el vómito en la camisa de un migrante de Centroamérica huyendo por una zanja llena de cadáveres húmedos en una bodega clandestina en el sureste de México.
Hay días en que escribir se siente como clavar agujas en la lengua de tu padre muerto mientras te grita desde la tumba que mientas para sobrevivir.
Y uno escribe igual. No cede. Resiste. Porque si no lo haces, entonces estás de verdad muerto y no te diste cuenta…
No me interesa el periodismo de oficina alfombrada, el que se escribe con manos limpias de no hacer nada contra la orgía de los criminales. Yo hablo del otro: el que te arranca las uñas mientras tomas notas a solas en la madrugada, sabiendo que, si mueres, nadie va a decir tu nombre bien. Tal vez ni lo escriban. Tal vez digan “otro más”.
El periodismo no es contar historias. Es arrancarte pedazos para que otro no se ahogue solo. Es preguntarle a una madre cómo era la risa de su hijo, cuando todavía está tibio el agujero en su frente.
El periodismo no es contar historias. Es perder algo cada vez que las escribes. Es firmar tu sentencia de muerte a fuego lento, es mirar a los ojos a un padre, tu mejor amigo, que enloquece de no encontrar a su hija tras búsquedas, devastadoramente guiadas por un amor infinito, y preguntarle: “¿Y cómo la recuerda?”, mientras una parte de ti se quiere volar la cabeza con la misma pistola que piensas tienen los cerdos que la raptaron coludidos con políticos y narcos.
Contar la verdad es obsceno. Es vomitar en cámara lenta todo lo que sabes que va a ser ignorado, tergiversado, enterrado en una nota de última hora entre recetas de pastel y la temperatura del lunes.
Yo no escribo para informar. Escribo para que alguien, en algún rincón, entienda que esto quema. Y para que no puedan dormir tranquilos. No hay objetividad. Hay barro. Hay pus. Hay silencio. Hay derrota. Y hay una libreta temblando en tus manos mientras un niño te cuenta cómo usaron a su hermana de almohada para apagar los gritos en una celda.
El periodismo es abrir la herida con los dientes y escupir lo que quede. Es acostarte y saber que escribir no va a salvar a nadie. Pero igual lo haces. Porque si no lo escribes, ¿quién va a cargar con el hedor?
Aunque no sirva. Aunque nadie escuche. Escribir es lo único que impide que nos volvamos cómplices. Y si eso no alcanza… entonces escribimos para arder.

El periodismo no necesita premios. Ni medallas ni aplausos de salón. El periodismo necesita momentos de silencio antes de dar el primer teclazo. Silencio como el que se instala en una casa cuando el hijo no vuelve.
Silencio como el que precede a una confesión que te arruina la vida. Premiar al periodista es como darle una flor al hombre que acaba de amputarse los dedos con una navaja para sacar a su hija bajo tierra. ¿Para qué? ¿Para qué sirve un diploma cuando tienes la garganta llena de gritos ajenos?
El periodismo, el verdadero, no quiere reflectores. Quiere que el mundo deje de mentirse. Quiere que alguien, en algún lugar, tenga el valor de vomitar después de leer lo que pasa. Porque si no duele, si no indigna, entonces no sirve. Si no mancha, es decorado. Si no arruina algo dentro tuyo, es publicidad.
Yo he escrito con hambre. He escrito sin dormir. He escrito después de tener una pistola de policías al servicio del narco apoyada en las costillas y otra en la sien. Y nunca, nunca, lo hice pensando en premios. Ni en las organizaciones globales que terminan publicitando en Alemania a narcoperiodistas como ángeles heroicos …
Lo hice para que no se repitiera. Lo hice porque alguien tenía que tragarse esa mierda y escupirla en palabras, para que otro no se ahogue. Lo hice como se ama en los hospitales: con los ojos abiertos, con los huesos rotos, sin garantías.
La verdad no aplaude. La verdad no sale en revistas. La verdad duerme con fiebre. Busca madres que ya no lloran porque se secaron por dentro. Busca las palabras exactas que duelan más que el balazo. Y después las escribe en silencio. Como se reza. Como se ama. Como se muere…
La importancia del periodismo no es estética. Es vital. Es existencial. Es la única barrera entre el horror y la indiferencia. Sin periodismo, todo lo demás es liturgia vacía: gobiernos, iglesias, escuelas, hospitales… todo montado sobre mentiras tan suaves como la carne muerta. El periodismo no necesita premios. Necesita valor. Y silencio.
El mismo silencio que queda cuando alguien que nunca habló… por fin se atreve a contar. Y tú estás ahí. Escuchando. Y no puedes mirar a otro lado. Y sabes que eso es amor. Y sabes que eso es periodismo. Y sabes que eso, quizás, es lo único que todavía vale la pena escribir.