Peña Nieto, de niño su madre lo moldeó para ser el gran actor que fue
La madre de Enrique Peña tenía una admiración especial por Joselito, un actor y cantante español que llegó a México a través del cine con la trilogía El pequeño ruiseñor (1956), Saeta del ruiseñor (1957) y El ruiseñor de las cumbres (1958). La señora María del Perpetuo Socorro convirtió la imagen de Joselito —que guardó desde su juventud, sobre todo el copete y la corbata de moño tan peculiares en el artista— en el signo distintivo de la infancia de quien sería el presidente de México

Por. J. Jesús lemus
Una imagen moldeada desde niño
Mucho antes de que Enrique Peña Nieto pensara siquiera en dedicarse al servicio público a través de la política, hubo pasajes en su vida de niño que lo moldearon para convertirlo en el hombre público que fue y que sigue siendo en su vida privada: “Un sujeto con dificultades para mantenerse leal a sus principios y respetar compromisos.
Un sujeto con pensamiento concreto, juicios débiles, tendiente a buscar la autosatisfacción de manera inmediata, y con poca capacidad de tolerancia a la frustración”, así lo descifra la psicóloga y maestra en Clínica Psicoanalítica Yolanda Artemisa González Gómez, quien tiene siete años de experiencia en la elaboración de perfiles criminales dentro del Órgano Administrativo Desconcentrado Prevención y Readaptación Social (OADPRS) de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana (SSPC) del gobierno federal.
Para esta profesional del estudio de la mente, la personalidad de Enrique Peña Nieto puede ser, como suele ocurrir en el ser humano, consecuencia de la moldura que proviene sustancialmente de su núcleo familiar, en concreto de la figura materna, pues la señora María del Perpetuo Socorro, como ama de casa dedicada a la crianza y cuidado de los hijos, fue la que le confeccionó un temperamento que se describe como “tendiente a reaccionar de manera impulsiva cuando las cosas que planea no se adecuan a su expectativa”.
Este carácter —explica la maestra Yolanda González— es producto de la maleabilidad a la que fue sometido Enrique Peña Nieto de niño, cuando la autoridad materna trabajó en la modificación de su imagen física para que pareciera alguien que no era… La madre de Enrique Peña tenía una admiración especial por Joselito, un actor y cantante español que llegó a México a través del cine con la trilogía El pequeño ruiseñor (1956), Saeta del ruiseñor (1957) y El ruiseñor de las cumbres (1958). La señora María del Perpetuo Socorro convirtió la imagen de Joselito —que guardó desde su juventud, sobre todo el copete y la corbata de moño tan peculiares en el artista— en el signo distintivo de la infancia de quien sería el presidente de México.
La especialista Yolanda González considera que ese moldeamiento de imagen contribuyó a que el niño Peña Nieto “haya aludido a una falsa identidad, la que pudo crearse él mismo por temor a no ser reconocido como individuo en su subjetividad”, lo que es un factor psicológico determinante “que tiene una traducción para la economía psíquica como no ser reconocido y valorado por sí mismo, por lo que el sujeto trata de compensar con una necesidad de reconocimiento y afecto”.
Más allá de la posible subjetividad con que se tome un perfil psicológico, existen elementos en la historia infantil de Enrique Peña Nieto que señalan su proclividad hacia una necesidad de reconocimiento y afecto; tal es la sobreprotección que desde niño recibió por parte de su madre, la cual pudo deberse a que era el primogénito del matrimonio o al hecho de haber sobrevivido milagrosamente luego de pisar los umbrales de la muerte.
Comoquiera que sea, existen testimonios de la sobreprotección que la señora María del Socorro le daba. Uno de ellos es el de Salvador Palacios, hoy de casi 80 años de edad, quien en su juventud trabajó en una brigada de obreros que el ingeniero Gilberto Enrique Peña —padre de Enrique Peña Nieto— empleaba para cumplir con los programas de electrificación del gobierno del Estado de México en la zona de Atlacomulco.
Según Salvador Palacios, que también hacía las veces de mozo para el matrimonio de Gilberto Enrique y María del Perpetuo Socorro, “en sus primeros años de vida Enrique Peña era sobreprotegido al extremo”; con apenas dos años, tenía siempre dos personas que lo cuidaban. Una de ellas era la encargada exclusiva de prepararle la mamila y cambiarle los pañales; la otra, además de hacer las labores domésticas de la casa, estaba pendiente del niño mientras este dormía.
Los recuerdos son difusos en la memoria de Salvador. Cala el cigarro Marlboro y sus ojos negros se pierden en los verdes cerros de Santiago Coachochitlán. No se acuerda de los nombres de todas las trabajadoras domésticas que estuvieron a cargo del cuidado del niño Enrique Peña Nieto; “fueron tantas las muchachas que lo cuidaron” que, si acaso, rescata los nombres de dos o tres de ellas. De lo que sí está cierto es que Gilberto Enrique y María del Perpetuo Socorro “a cada rato cambiaban de muchachas. Las corrían a la menor falta.
Una vez corrieron a una de ellas porque se le olvidó poner un oso de peluche junto al niño cuando dormía”. Se trataba de un oso de peluche de color amarillo que era la adoración del niño.

A doña María del Socorro —prosigue Salvador— le gustaba entrar a la recámara del niño para verlo dormir. Junto a la cuna se pasaba las horas viéndolo respirar, mientras sus trabajadoras domésticas se afanaban en acomodarle la almohada o cobijarlo, o a veces corriendo las cortinas para que no entrara de golpe la luz del día. Había momentos en que la madre misma hacía por despertarlo, porque decía que no estaba respirando. El niño, naturalmente, despertaba en llanto, lo que era motivo para que la señora de la casa obligara a sus trabajadoras a volver a arrullarlo.
Siempre, después de esos episodios, una de las trabajadoras se ocupaba de preparar y darle la mamila, en tanto que la otra lo acunaba. Salvador Palacios no recuerda haber visto alguna vez a doña María del Perpetuo Socorro abrazar al niño y menos arrullarlo. “Enrique Peña Nieto estaba al cuidado de sus nanas; ni siquiera era amamantado por su madre”. Esa pudo haber sido la causa de la enterocolitis que in articulo mortis lo llevó al Centro de Salud cuando aún no cumplía un año de vida.
Desde que nació hasta cumplidos los 12 años de vida, Enrique Peña fue el centro del universo de su madre. Ni siquiera el nacimiento de su hermano Arturo, el 4 de octubre de 1968, o el de su hermana Verónica, el 7 de diciembre de 1969, le compitieron en el amor materno.
Fue hasta que llegó la más pequeña de la familia, Ana Cecilia, nacida el 15 de octubre de 1978, cuando la señora María del Socorro dejó un poco de lado el amor a su primogénito para volcarlo en la más pequeña. Desde ese momento —considera Salvador Palacios—, “el niño Enrique Peña Nieto comenzó a crecer alejado de la mirada de su mamá”.
Salvador agrega que, sin dejar de ser el niño mimado, fue a partir del nacimiento de su hermana menor cuando comenzó a tener un mayor acercamiento con su padre. La figura de
don Gilberto fue la que lo moldeó intelectualmente. “Su padre era el que le llevaba los libros, el que siempre insistía en que dejara de ver la televisión”, porque el pequeño era adicto a esta, al grado que se pasaba toda la tarde sentado frente al televisor; tenía dos programas favoritos, Plaza Sésamo y El hombre nuclear.
Era un niño pulcro, ordenado, muy disciplinado. Tan disciplinado, que siempre pedía permiso a su madre o a sus cuidadoras para hacer cualquier movimiento dentro de la casa. Pedía permiso para ir al baño o comer alguna golosina, principalmente galletas de nieve, entre las comidas. Nunca prendía el televisor sin permiso de algún adulto. “Hasta para jugar con su hermano Arturo —dos años menor que él— siempre solicitaba autorización”.
Así que, después de cumplir los 12 años de edad —cuando la familia Peña Nieto ya radicaba en la ciudad de Toluca—, el niño empezó a tener la influencia intelectual de su padre, don Gilberto, quien era un hombre culto. “Era muy inteligente, era un hombre de familia”, cuenta Salvador Palacios. “Los fines de semana que le tocaba descansar de sus jornadas laborales los pasaba en familia. No era muy dado a salir a pasear; a veces los sábados por la tarde sólo salía a la plaza con su familia, y los domingos después de ir a misa con su familia, se pasaba la tarde leyendo”.
Pese a que en 1980 la familia Peña Nieto ya estaba avecindada en Toluca, era muy común que pasaran los fines de semana en Atlacomulco, a donde acudían para asistir a la misa de los domingos al mediodía en el templo del Señor del Huerto. La familia permanecía el resto del día en la casa materna de aquel municipio, donde en ocasiones recibían la visita de familiares o amigos, “pero la mayoría de las veces pasaban la tarde sólo en familia, donde se podía ver a don Gilberto y al jovencito Enrique sumidos en la lectura”.
A Enrique le gustaba mucho un libro en particular, recuerda Salvador Palacios. Era un libro que siempre estaba por toda la casa: El Principito. Ese libro, al igual que muchos otros, fue un obsequio de su padre. “El Principito bien se lo pudo aprender de memoria, porque siempre lo estaba leyendo”. Tan importante fue este libro en la vida infantil de quien luego sería presidente de México, que le gustaba que lo llamaran así. Fue un privilegio que le otorgó a su madre, a la que le pidió ya no llamarlo por su nombre de pila, sino mejor “Principito”.
Y así sucedió. Durante los últimos años en que Salvador Palacios auxilió como mozo en la casa de los Peña Nieto, entre 1980 y 1982, recuerda que el apodo preferido de Enrique Peña Nieto era el de “Principito”, que la señora María del Perpetuo Socorro indistintamente intercalaba con otros sobrenombres de cariño como “Mi Rey”, “Quiquito”, “Quique” o “Ruiseñor” —tal vez en alusión a la imagen del mencionado cantante Joselito, que siempre quiso conferirle a su hijo—, los cuales el niño agradecía con abrazos y besos de cariño recíproco.
Pero si El Principito marcó tanto la vida del niño Enrique Peña Nieto, al grado de querer cambiar —en una ocurrencia infantil— su nombre de pila por ese mote, ¿por qué no mencionó el título y autor de dicho libro en la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara, el 3 de diciembre de 2011, ya como precandidato del PRI a la Presidencia de la República? Se enredó en una declaración risible al tratar de responder al reportero Jacobo García, corresponsal del periódico español El Mundo, quien le pidió citar los tres libros que marcaron su vida.5 El propio Enrique Peña justificó su dislate al explicar al mismo reportero que lo metió en aprietos: “La verdad es que, cuando leo libros, me pasa que luego no registro del todo el título, me centro más en la lectura, pero más o menos te da una idea de los libros que he leído”.
Así intentó salir de uno de los episodios más bochornosos que lo marcarían a lo largo de su sexenio, en lo referente a su agudeza intelectual. Pero existe otra interpretación de lo ocurrido en Guadalajara: la que da la especialista en exploración de la mente, Yolanda Artemisa González Gómez.
Ella, basada en los análisis que durante años ha hecho de la personalidad del ex presidente, considera que Enrique Peña Nieto no es capaz de actuar bajo presión, pues “aun cuando mantiene una imagen pública que le conviene, donde esconde su egocentrismo, narcisismo y su carácter obsesivo y controlador, necesita tener el control de las personas y las situaciones para mantenerse tranquilo y estable. Cuando no tiene el control de su entorno es cuando se convierte en un sujeto ansioso, que no sabe actuar bajo presión”.
Por eso, como en el caso de la FIL Guadalajara —explica la especialista—, en cualquier momento, si llega a sentirse exhibido, Peña Nieto tiende a fallar y sus actos se vuelven torpes. “Su característica es la confusión del pensamiento lógico que se manifiesta en traslapes verbales en los que se hunde su discurso, en el que —al no encontrar salida— tiende a sonreír para tratar de compensar con su carisma su torpeza”, de donde se deriva que para el personaje en cuestión es necesaria, casi de manera vital, la aceptación de las personas que lo rodean, “por lo que es capaz de buscar la satisfacción de los demás sin importar lo que esto represente y así conservar el afecto”.