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El amanecer de un nuevo día se hace presente por medio de una alarma que rompe el silencio y la quietud de un sueño que, supuestamente, reparó el desgaste del día anterior. La alarma está programada para sonar en la madrugada, horas antes de que siquiera el sol pueda asomarse por el horizonte porque sabes bien que, en cuanto el astro de oro se alce, ya es tarde para poder vivir. En silencio, casi como un murmullo, te preparas para un nuevo día de trabajo, el cual espera tu llegada a las 9 en punto, sin excusas. Siendo las 4 de la mañana tienes el tiempo contado, es imperante salir a las 7, como máximo, si es que no quieres recibir alguna penalización.

Ya en la calle la peregrinación a tu destino comienza, encomendado a quien sea capaz de escuchar tus súplicas, tomas rumbo hacia el medio que te permite llegar a tu trabajo. Las calles se encuentran en condiciones tan similares a las tuyas: desgastadas, usadas sin miramientos y dañadas de años, porque las reparaciones salen caras y lo primero siempre tiene que ser el pan… y también el circo, aunque nunca es en ése orden específico. Desafortunadamente es lo único que hay; banquetas, si es que al destazo de concreto y tierra se le pueda llamar así, son los lugares seguros para la mayoría de los peregrinos, sin embargo el riesgo de alguna caída o lesión es más alto que el de ir sobre el pavimento, en donde, casi como salido de alguna de esas historias de ficción, vehículos particulares vuelan sin miramiento alguno, algunos disminuyen la velocidad, pero no por tu seguridad, sino para ofenderte y gritarte. Es casi como si te echaran la culpa de los caminos tan miserables que ambos tienen que recorrer, porque, a pesar de saber a quién deben de dirigirlos, siempre es más sencillo desquitarte con aquellos que sabes que no se defenderán.

Una vez has llegado al paradero, observas tu reloj digital, aunque en realidad terminas ignorando todo lo que te rodea con el ruido que tu reloj te ofrece: vidas maravillosas, mundos llenos de luz y de vida, millones de anuncios de cosas que te facilitarían la vida. Conectas los auriculares, sintonizas el radio porque la música que has escuchado por años te está comenzado a fastidiar. Lo primero que escuchas al sintonizar tu estación favorita, o la que en algún momento llegó a serlo; es una buena noticia, por fin algo que no sea lo de siempre: muertos, desaparecidos, violencia o lo que sea que “hagan” los políticos encargados de “guiar” este país; es una mucho mejor, una que te cae como balde de agua fría: <<Buenas noticias, porque ahora la empresa vendedora de productos exclusivos para tu salud te ofrecen el producto perfecto recomendado por expertos, que para nada fueron comprados por la empresa; afirma que se debe de consumir fibra dietética en mayor cantidad; eso que el mexicano promedio no puede comer porque no le alcanza para conseguirlo es lo que le permitirá bajar de peso, porque obviamente es culpa del mexicano que sean gordos, nunca es el estilo de vida que se nos ha inculcado.>> Esa increíble noticia la recibes casi como si fuera un escupitajo en tu cara al cual debes agradecer, porque no estás viendo lo que hacen por ti.

Comienza el avance del transporte. En la base no hubo problemas, apenas unos 20 colegas, vecinos y conciudadanos se subieron, lograste conseguir asiento y como vas hasta el final de la ruta para poder hacer tu transbordo logras acomodarte para intentar recuperar algunos minutos de sueño. Para poder conciliar el sueño, como el silencio sólo te recuerda las deudas, los problemas y las necesidades que te esperan en tu hogar; optas por acallar el “ruido” de tu cabeza con algún video. Pequeñas dosis, casi como aquellos que logras ver a través de tu ventana que se encuentran tirados a lo largo y ancho del camino, que apenas y logran distraer tu mente por lo que repetir la dosis es necesario y, así, lo que comenzó como una pequeña dosis terminó siendo una sobredosis de contenido que te ha llevado al hartazgo y, para peor, te quitó esos minutos tan valiosos de sueño. Has llegado al momento de tu transbordo, tienes que hacer fila para poder subir, pero no hay problema, el trayecto es de apenas unos 20 minutos, el verdadero problema es el abordar el transporte, porque la espera es de, en ocasiones de suerte, 40 minutos como mínimo.

Ya próximo a llegar a tu destino, después de casi dos horas de viaje, el camino continua bombardeándote con anuncios de productos que no sabrías identificar su razón de ser, pero que valen más de lo que puedes llegar a juntar en todo el año, aún dejando de comer. Afortunadamente hoy no tendrás que ayunar, lograste llegar 10 minutos antes de tu hora de entrada, por lo que pasas por el puesto de comida más cercano a tu área de trabajo, ése que se encuentra atendido por alguien que, muy posiblemente, hace un traslado similar al tuyo para poder hacer una buena venta. Te puedes dar el lujo de comer en el lugar para platicar un poco con el locatario y llegar a la conclusión de que sólo queda “chambear”, no hay de otra. Irónicamente recuerdas tus años mozos y comparas de lo que solías platicar con tus amigos y compañeros, cuando existía la posibilidad de socializar; cosas como a qué se dedicarían, sus sueños, sus gustos. Palabras que el tiempo y la memoria han olvidado porque ya ni siquiera eres capaz de recordar lo que alguna vez deseaste ser de grande. Sólo recuerdas que te encaminaron y, desde ese momento, ya no hubo vuelta atrás, no hubo parada intermedia, es un viaje directo y sin escalas a la tumba.

Ya en tu trabajo, amañado por la misma empresa, te dedicas a hacer de todo menos tu trabajo, porque sabes bien que la recompensa por un trabajo bien hecho es tener más trabajo. Sólo haces lo que te indican y como te lo indican porque también es sabido que al momento de querer darle tu giro o estilo es un desperdicio. A final de cuentas la máxima que siempre siguen es: “el cliente tiene la razón”, cuando bien sabes que, en realidad: “el trabajador tiene la razón”. El encargado o supervisor se aproxima para ver qué tal estás desempeñándote, mostrando habilidades sorprendentes ya que, sin tener que ver otra cosa que no sea la pantalla de su celular, es capaz de indicarte los fallos que nota en tu trabajo, los cuales, curiosamente, son sus propios fallos…

A la hora de la comida, si es que puedes decirle así al constante flujo de clientes que llegan cuando tienes las manos llenas de comida y trabajo, un compañero se te acerca y te comenta como las acciones de la gente son ilógicas. Te cuenta que hoy estuvo próximo a atropellar a “un pobre pendejo” que iba sobre la calle. Al verlo, observas la cara del mismo individuo que te echó la culpa de que las banquetas estén tan deplorables y por ello debas poner en riesgo tu vida, para poder ganarte la misma… signifique lo que signifique. Un silencio incómodo, tu compañero no entiende por qué no te ríes, si los dos deben de tener auto, ganan lo mismo, prácticamente es el mismo puesto, aunque él no está considerando que la entrevista que tuviste que pasar no se compara con el hecho de que conoce al jefe, que es su papá… el dueño del auto con el que casi arrebata una vida.

Tu turno ha terminado, varios compañeros están planeando salir a tomar y convivir, para qué te quieres ir tan temprano si apenas son las 19 horas. Pero ellos ignoran que el regreso a casa es un trayecto de casi 3 horas. Mientras varios toman rumbo a la fiesta, algunos otros compañeros se van junto contigo al metro para regresar a casa. Uno de ellos comenta algo que, definitivamente, te sacude: “Es que no entiendo por qué trae a su bebé al trabajo, yo nunca hice eso con mis hijos, se los encargaba a alguien o se lo dejaba a mi vieja, total, ella tiene su changarro, puede hacerse cargo de él y del bebé”. Y de pronto recuerdas todas las veces que tuvieron que llevarte a vender tus papás, porque a pesar de “ser dueños” de su negocio, el local era rentado y si no se abría no se comía; o de las veces que te tocó llevar a los niños al trabajo porque no había con quién se pudiera quedar y si lo había no podías costearlos, de lo contrario no habría comida. El regreso es extraño, lento y borroso, lo único que puedes pensar es llegar a casa y disfrutar de tu vida… Pero la sorpresa es que, al llegar, lo único que puedes hacer es dormir: ha terminado otro día y, aunque te ganaste la vida, en la jaula de oro que habitas no hay espacio para vivirla.

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